jueves, 11 de febrero de 2010

Manuscrito encontrado en la cárcel de Fontcalent (Alicante) [17]


Yo, que he sido el único testigo y alimaña apresada en la red que condujo a tu muerte que fue arena o rocas o calor, en esta celda me pregunto: ¿estás muerta de veras o juegas a fingir todavía la sangre, tú que al sueño te entregabas con esa pasión que tan sólo se pone en morir?, porque preso de la sangre, de pistas que se pierden cómplices todavía del vivir, en lo más alto del espacio carnal sigo oyéndote bullir adornada para una fiesta y con los dientes descubiertos como para el amor. Tengo aquí tu presencia exacta que ninguna llama sabría restringir; viviente con los latidos que renacen y crecen donde se desgarran estas palabras.

Quiero destruir tu deseo, tu forma, tu memoria, debo ser tu enemigo y no apiadarme aunque te busco, náufrago por tu noche, señor de ella y velo como ella en ti.
— Mucho tiempo he retrocedido ante tus signos —me dices—, tú me has expulsado de la densidad. Pero debes saber ahora que la noche incesante me abriga; en caballos oscuros huyo de ti.

Me digo entonces, ¿qué perseguir en ti sino el silencio, que luminaria sino tu profunda consciencia sepultada?

El cielo, demasiado opresivo, se rasga, los árboles invaden el ámbito de la sangre, el sol está ya muy bajo sobre todas las tierras. Tú deseabas el verano, un verano furioso que secara tus lágrimas, y ha llegado este frío que en tus miembros aumenta. Te despertastes y padecías. Vagabunda, al alba, compartías la hipnosis de la piedra, eras como ella ciega. Pero para vivir hay que franquear la muerte. Hoy, tu más pura presencia es la sangre vertida.

¿Puede de tanta ennegrecida senda salir un reino en el cual rehacer el orgullo que fuimos, una llama, y deshacer todo puede una fuerza eterna?

Caminamos sobre las ruinas de un cielo inmenso pensando que el sitio se realizaría en lontananza con un destino en la viva luz, mas ya se ha roto ese último vínculo del corazón que se tocó en la sombra. Los pliegues de un silencio duradero se acuestan sobre mí.

Se apaga el eco del grito más grande de cuanto jamás ser alguno intentara, aquel "quiero echarme a perder en ti, vida angosta. ¡Relámpago vacío, corre por mis labios, penétrame!", lanzado por tu boca al viento.
Y te vi quebrarte y gozar en busca de la muerte en los exultantes tambores de tus gestos negros, en la boca manchada de luceros finales. Al fin, tuve en mis manos tu rostro penetrado y ese país que alumbra la tormenta de mi pecho. Al fin, te vi muerta, relámpago insaciable, ventana al punto apagada y en una casa oscura.

¿Qué palidez me golpea, río subterraneo, qué arteria se quiebra, dónde resuena el eco de tu caída? En cada instante te veo nacer. Morir a cada instante. ¿Estás muerta de veras o juegas en los espejos lejanos todavía a perder tu reflejo, tu color, tu sangre en el oscurecerse de una figura inmóvil?

La lumbre del grito se apiña sobre mis palabras que enrojecen. Ante mí, la faz de una noche derrotada se inclina sobre el amanecer del hombre desgarrado. El sol regresará con su viva agonía a iluminar el sitio donde todo se desveló.

Sólo puego ya guardar silencio. ¿Qué le puede decir al final de un combate el vencido por verdad? Sólo me queda al sol volver mi faz desguarnecida. Sólo hay un grito —morir— capaz de apacigüarme.

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