La esperanza ya no existe. ¡Hace tanto tiempo que se esfumaron las ciudades encantadas!
Las mudas tierras duermen de este a oeste, se estiran y se vuelven mientras escucho salmodiar al viento vomitante del invierno, el mugriento sortilegio de la ciudad nocturna y la arrojadiza lluvia en esta enrejada celda que el orín consume. El pulso del mar asediante late bajo el todo luna y la bóveda ciega. Incluso hasta la estrella más intensa parece aniquilada.
Lucho con las sombras, con una palabra, por algo que no se ve con los ojos, con la mitad de una rota esperanza de que la verdad de algún modo sea verdad.
Por el azur invertido del firmamento se deslizaba la barca que nuestro amor llevaba, pero era un mar que no estaba en los mapas, un mar que envolvía y confinaba en una isla sin luces a los errantes. A mí, y a Ella que fue la Isla Hermosa (¿con qué podría compararla, que me atrajera como ella?, pues me atraía más, más, aún más que el mar): su bello nombre llegó a mi oído como suave música y ahora se me aparece en la oscuridad entre sonrisa y lágrima, humana y mágica, real y etérea ceñida por el azul que se refleja.
Mis latidos se hacen rápidos, densos, como cuando vesánico el lago se ennegrece y rozan fuertes ráfagas sus aguas. Está con mi vida demasiado entretejida, nervio a nervio entrelazada y yo combato por las horas y los instantes, desde la primatarde del tiempo, desde hace años para siempre jamás, cada uno rescatado como un reino conquistado donde merece reinarse.
Dicen que los que viajan lejos desaparecen, dicen que los que viajan lejos ya nunca vuelven. Era hora entonces de poner su mano en la mía y vaciar nuestras copas y antes de partir hacer brindis por la muerte, reina de todas las cosas en la turbonada y la tempestad, emperadora del oceano violento y vasto. Zarpamos, más cada uno en un barco diferente.
Cada uno avanzó, aunque cerca, separados, y cada uno vio al otro brillar como las estrellas lejos de su alcance. Con lágrimas nos acercamos, con llanto miramos el golfo, como dos grandes águilas que en el aire giran sobre una montaña, y a gritos conversan, en la distancia oídos a través de los árboles.
El amor, cuando llega, es en verdad omnipotente, no cuando se va. En otras tierras, tal vez en mejores cielos se enlazarán sus manos con mis ojos: la vida.
¿La vida? Sí, ese páramo inhóspito donde se ve al amor (gran corazón doliente, tuertas manos, silencio, desesperanza larga), donde se le ve llegar, donde se le ve marcharse.
Pongo aquí punto final contra mi amor. Esta es su tumba y también su epitafio. Aquí el camino se bifurca, y yo voy por mi lado, bien lejos del suyo.
Pero, ¡si con esto bastara!, si ver las cosas desnudas, el cuerpo hundido en el fango, sentir la tinta del lodazal y el pozo negro del barro, sentir venas de fuego y correr y penetrar y sudar. ¡Si con esto bastara!
Instante a instante, el cepo se estrecha, más ciñe mis pies y con toque nugatorio el tiempo de rudas manos muestra la telaraña ingrata.
¿Por qué ir de isla en isla navegante sin esperanza?
El corazón del marino es extraño. Espera, teme. Se aproxima y se distancia de la costa. Yo me acerqué vacilante, navegué en torno a su islote misterioso y oí desde la orilla voces que llamaban tierra adentro. Sin embargo, navegan los barcos ya esquifados nuevamente cada uno con su rumbo.
Golpea el viento violento en la ventana de la celda. Sí, escucho la señal, Señor... Entiendo. A una orden tuya la noche ha llegado. Comeré y dormiré, y ya no me haré más preguntas.