miércoles, 17 de febrero de 2010

Manuscrito encontrado en la cárcel de Fontcalent (Alicante) [22]



Los últimos trozos resquebrajados de este año se están cayendo. Yo deseo que la clausura se produzca ya, que se duerma pronto en el caos perverso: el agua ardiendo, el fuego inundando todas las cosas y todo el espíritu. Mis sentidos sufren, se agitan, se quejan dentro de mi imperio. Los rumores suben hasta la cebeza. La sangre, como un pueblo irritado, golpea el palacio de mis sortilegios. Siento en las entrañas el abrazo de la caída.

Ahora el Dragón está tendido, el cielo vacío, la tierra maciza, las nubes en desorden, el sol y la luna reprimiendo su luz. El aire es vasto y desciende vertical desde el frío cielo. Y yo, sigo cayendo.

Un día dije: "Mi morada es poderosa. En ella penetro, en ella estoy. Cerrad la puerta y tabicad el espacio ante ella. Tapia el camino a los vivos. No deseo volver, no me lamento. No me agobio. No me quejo, reino con serenidad. En verdad, la muerte es agradable y noble y dulce. La muerte es muy habitable. Habito la muerte y en ella me complazco". Pero compruebo, no sin cierto horror, que aún dentro de la central, profunda y superior Ciudad Violeta, ciudad prohibida a la que sólo yo tengo acceso, mi negro palacio ha sido invadido por treinta y seis mil espíritus.

(¿Con qué ceremonia debo honrar a estos demonios que se alojan en mí, que me rodean y penetran?, ¿con qué ceremonia, bienechora o maléfica?, ¿he de agitar mis brazos con respeto, o quemar sustancias de olores infectos para que huyan?)

Escapando de la luz di con la sólida profundidad, después de haberla buscado tanto a la que llamo innominada, porque ¿cómo designarla, con qué ternura?¿Amante, amiga, amada...? Hermana equívoca, mejor, ¡y de qué sangre desconocida!, después de haberla buscado por todos los lugares con la fe de un sueño, muerta por mis manos.

La pasión se alojó en mí, al principio como un huesped sospechoso, a quien se vigila, a quien se conduce pronto al lugar de donde vino para que no cautive a nadie, y lo cierto es que vino para quedarse. Es entonces en el vacío del fondo del orificio cavernoso donde se aloja la noche bajo tierra, el Imperio Sombra, en el corazón subterraneo y en el suterraneo del corazón —allí donde la sangre ni siquiera circula— donde encontré el nombre: Deseo.
Sí, el deseo estaba en mi corazón, el deseo devoraba al corazón: unos seres nacen a medias, sin alma, sin vigor, surgidos de un desorden sin nombre. Por eso, cansado de estar atento a lo que se ha dicho, sometido a lo que no se ha promulgado, postrado ante lo que no existe aún, decidí preguntar al Gran Astrólogo de mi pozo, puesto que veía el cielo profundo en pleno día, cómo podía proyectar mi alma hecha sueño hacia esa Era única, sin principio y sin fin, de caracteres indescifrables, que todo hombre instaura en sí mismo y saluda al alba donde el ser se hace Sabio y Regente del trono de su corazón.

Hacia allí quise conducir mis pasos, hacia Ella que tenía las virtudes del agua, del agua viva, derramada, toda, sobre la tierra. Se deslizaba, huía de mí, y tenía sed. Yo corría tras ella. Con mis manos hice una copa. Con mis manos la contuve ebrio, la oprimí, la llevé a mis labios: pero se escapó entre los dedos.

Este hombre indigno —yo— indigno de mendigar, no suplicaba sino la apariencia, la forma que la crea, el gesto en donde se posa, pájaro danzante.

— Por encima de las nubes —me dijo entonces el Gran Astrólogo— con sus palacios portátiles, sus templos ligeros, sus torres recorridas por el viento, allí, donde todo es pródigo e inesperado, donde lo confuso se agita, la Reina de los Deseos Tornadizos tiene su Corte. Ningún ser razonable se aventuraría a entrar allí.

Pero yo estaba decidido. Abrí —derribé— la puerta y grité:

— Llévame sobre las duras olas del mar congelado, del mar sin mareas, sobre la tempestad sólida que encierra el vuelo de las nubes y mi porvenir.

El animal tenía el galope suave, la piel escamosa y anacarada, el frontal agudo, los ojos llenos de cielo y de lágrimas. Para él el horizonte rojo era su estandarte, el viento de vanguardia y la densa lluvia de escolta. Había risa bajo el estallido de su látigo lancinante: el relámpago.

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