
Te oí: me duele el corazón, me ahogo y no sé pero no duermo. El hueco de tu voz me persigue. Sólo nos queda lo que no tenemos, una larga soledad en las arenas. Me tiemblan en los labios las antiguas palabras: sangre, sonido... Es cierto, ya no tengo tu voz saliendo debajo de mi boca, ya no tropiezo, aquí en la cárcel, con tus tristes zapatos en la mañana. En mitad de la noche me despierto, me levanto para vestirme, como para llorar o para ver si aún duermes lateral y desnuda.
Tengo miedo, amanezco sin sexo como un viudo, los alaridos golpeándome las alas. Al alba despierto, sin indagar la hora turbia en que comienza cada día es como si hablara de una maldición. El odio gotea el esqueleto su ácido común y busco en la memoria el cuerpo que antes estaba dentro de tu nombre, aquél que me quema la piel y me penetra por la propia humedad del dolor, como la ortiga. Hay que gritar, gritar de agua y lo demás, y no morir de arena.
Yo te estaba buscando y de la otra orilla del océano te traje una rosa de espuma. Te amo, distancia y resistencia, como si al final de esta navegación nocturna en la que hemos llorado y permanecido debiera regresar a recoger mis pasos caminando a morir, como el anciano vencido a lento plazo por sí mismo.
En el recuerdo de la sábana me hiere todavía tu cadera, ahora que hay entre los dos una distancia que no podemos sobornar y hay un himno a redoble, a latigazo puro, temblor de funeral.
Cuanto tuve y defendía ha muerto. Yo te hubiera querido diaria, te hubiera querido costumbre, amanecer sobre tus peces, entre tus algas dulces y todo perfume abierto, porque tal vez eras lo único que quise, estrella mal llegada a condecorar mi obligatoria oscuridad. Ya no hay nadie en la noche, artesanos del grito, no queda sino esta pobreza del miedo detrás de su ladrillo.
Ecuación de ceniza, alcobas lunares, tormentas de tiniebla en el monte de Venus, señales de mala tristeza terrestre.
Un día presentí en tí a la mujer que podía tomar, dormida sobre el suelo donde tanto había sollozado de soledad; y le besé los párpados, el sexo, su destino. "Es el mar —te dije cuando te amaba— y los anillos del yodo, y el sueño de las bestias".
Pero yo, contrabandista errante, sabía que no era suficiente el mar con su rocío humano. Fue la primera sílaba, el hallazgo de lo duro. Busquemos pues una señal perdida entre las huellas de zapatos.
Quise ayudarte, quise enseñarte a doblar los relojes, quise contigo atravesar el hueco por el que dios se abrió paso a puñetazos, quise aportarte la cuota de mis mares trizados, mi botín de silencio y la cólera pedagógica de las islas. Por eso digo que tal vez eras lo único que mordía mi corazón y que tu boca me recordó a deshora la flor enterrada tantas veces.
No hay de qué. Pero regreso a mi niebla puntiaguda.
Tengo miedo, amanezco sin sexo como un viudo, los alaridos golpeándome las alas. Al alba despierto, sin indagar la hora turbia en que comienza cada día es como si hablara de una maldición. El odio gotea el esqueleto su ácido común y busco en la memoria el cuerpo que antes estaba dentro de tu nombre, aquél que me quema la piel y me penetra por la propia humedad del dolor, como la ortiga. Hay que gritar, gritar de agua y lo demás, y no morir de arena.
Yo te estaba buscando y de la otra orilla del océano te traje una rosa de espuma. Te amo, distancia y resistencia, como si al final de esta navegación nocturna en la que hemos llorado y permanecido debiera regresar a recoger mis pasos caminando a morir, como el anciano vencido a lento plazo por sí mismo.
En el recuerdo de la sábana me hiere todavía tu cadera, ahora que hay entre los dos una distancia que no podemos sobornar y hay un himno a redoble, a latigazo puro, temblor de funeral.
Cuanto tuve y defendía ha muerto. Yo te hubiera querido diaria, te hubiera querido costumbre, amanecer sobre tus peces, entre tus algas dulces y todo perfume abierto, porque tal vez eras lo único que quise, estrella mal llegada a condecorar mi obligatoria oscuridad. Ya no hay nadie en la noche, artesanos del grito, no queda sino esta pobreza del miedo detrás de su ladrillo.
Ecuación de ceniza, alcobas lunares, tormentas de tiniebla en el monte de Venus, señales de mala tristeza terrestre.
Un día presentí en tí a la mujer que podía tomar, dormida sobre el suelo donde tanto había sollozado de soledad; y le besé los párpados, el sexo, su destino. "Es el mar —te dije cuando te amaba— y los anillos del yodo, y el sueño de las bestias".
Pero yo, contrabandista errante, sabía que no era suficiente el mar con su rocío humano. Fue la primera sílaba, el hallazgo de lo duro. Busquemos pues una señal perdida entre las huellas de zapatos.
Quise ayudarte, quise enseñarte a doblar los relojes, quise contigo atravesar el hueco por el que dios se abrió paso a puñetazos, quise aportarte la cuota de mis mares trizados, mi botín de silencio y la cólera pedagógica de las islas. Por eso digo que tal vez eras lo único que mordía mi corazón y que tu boca me recordó a deshora la flor enterrada tantas veces.
No hay de qué. Pero regreso a mi niebla puntiaguda.


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