sábado, 20 de febrero de 2010

Manuscrito encontrado en la cárcel de Fontcalent (Alicante) [24]



Sonó el despertador del reloj cuanta calaveras en el espacio negro donde yo estaba con la tristeza desharrapada, empotrada en la inmensa noche mortal que trepaba los huesos, caído en los abismos.

Mi camastro estaba deshecho: mantas dispuestas a levantar el vuelo. La ropa olía a animal mojado, olía a las cosas tristes. Desperté con una muerte a cuestas, material, indolora, acariciante, que me obligaba a moverme despacio, por miedo a caer y que me sumió en la niebla de un tenaz y voraz presentimiento.

Me desperté escoltado por un séquito de espíritus infernales y arcángeles extrañamente ebrios. Un largo coro de lamentos, frenéticos y crispados por los acosos de la culpa. La tierra se ahuecaba sobre la vida, mientras el cielo ausente me volvía la espalda.

Como un imbécil me dije: ¡No quiero morir!, muriendo parcialmente de tanta hora vacía, de tanto inútil y tonto desencuentro y descorrí los agrios paños grises del amanecer sobre mi máscara, sobre mi corazón sin principios, sobre este corazón ardiendo como un cirio en una catedral en ruinas.

La verdad es que yo nunca me había reído de la muerte. Pero a veces tenía sed y pedía un poco de vida, a veces tenía sed y preguntaba diariamente, y como siempre sucede no hallaba respuestas, sino una profunda y oscura carcajada.

Tengo mi pobre cabeza retorcida, encadenada por reflexiones inconexas, fragmentarias, por toda una confusa legión de ideas que en tropel y dispersión atraviesan de lado a lado, tengo mi cabeza reclinada sobre sus culpas lacerantes.

La muerte tarda como el olvido. La muerte me va invadiendo lenta poro a poro, y no puedo escapar viviendo porque la vida es sólo una de sus apariencias. Soy un hombre roto —gusano de cien corazones adormecidos— arrastrando demencias imprecisas, oscuros rincones perdidos entre tanta dulzura inventada —aullando la traición—. Pero ahora, este es el día, debía despertar, ya es la hora.

Entonces la sombra de mí mismo recorre las piedras del pasado y contempla, turbia de asco e ira, cómo todo se reduce a la ya larga torpeza de incesantes comienzos, a ese fracaso que me acoge con rubor y con pena inevitable: la cobardía.

Me llevo las manos al corazón vacío y en la madrugada de mi alma despliega su tarot, contemplo el signo del colgado y procuro descifrar:

— El amor y la muerte son las alas de la vida que es como un ángel expulsado perpetuamente.

Siento ganas de llorar, siento cólera ante la injusticia de los sentimientos y pasiones, una inmensa pena de mí mismo, y de mi fuerza inútil. Entonces, detenido un momento, cesa el murmullo del cuerpo —como un gesto abortado a mitad de camino— la cabeza perdida deja de imaginar el olvido mansamente viene.

Pero de pronto, llega un incesante aviso, una espada de la boca de Dios que cae y cae lentamente, ahogando el llanto contenido, apretando la garganta con el miedo y en las sienes se siente el pulso como muda telegrafía a la que nadie responde.

Desperté. Sabía que tenía que despertar para estar más despierto en esta pesadilla llena de rostros y de ruidos.

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