
Miro el mar, paso las horas que me quedan mirando el mar como un desierto, un desierto donde cae la fatiga de una noche enorme y trágica, tenebrosa como un crimen. La luna, cobre de voraz orín mordido, lívida aflicción amortajada, ruinosa, con su amarilla cara de esqueleto se pierde en distancias de ensueño, entre las nubes mudas, mudas... altas, altas, en un cielo peor que oscuro, un angustioso cielo ceniciento.
Y el viento, triste, triste como un perro triste que llora a su hembra, sueña enormes pesadillas de fantasmas.
Feliz, por ser al tiempo cuerdo y loco, sonreí a tus quimeras seductoras bajo la sedosa calma del sueño, cuando el agua, mar adentro, en su propia plenitud se aislaba.
En tus labios, irritados como brasas, hay un largo resplandor fosforecente que relumbraba en las tinieblas agitadas y en tu boca suspira la sombra interior habitada por los sueños. Tus ojos se vuelven inmensos, como el mismo mar de la muerte, mientras que los caballos se resisen a la muerte con la vida de la seda, con misterio.
El mar, lleno de urgencias masculinas, brama alrededor de ese fino talle tuyo que sugiere ternuras de acuarela. Así, palpitando a los ritmos de tu seno, se hincha, en una ola, el mar, para hundirte en su vértigo felino. Su voz te dice una caricia vaga, y al penetrar entre tus muslos finos la onda se aguza como una daga.
El son grave de la ola convida a buen morir. Tu boca abierta relumbra, roja como el viento caldeado de un brasero y en el mar está mi corazón lleno de odios, como un estuche de terribles joyas ávidas de punzar tu cuerpo de oro.
La boca de los mares interroga al misterio de las playas. El día es largo y triste, la noche es larga y triste. Y comprendo que la muerte es así... que así es la vida. O ¿alguien ignora lo que pasa, cuando la luna de flébiles congojas, a través de las almas y las hojas, derrama sombra y luz, como llorando?
Morir por ti, dice el eterno idioma con que se oferta el corazón amigo. Voz de amada y arrullo de paloma, responden a su vez: morir conmigo.


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