
Soledad de soledades. Mi soledad cada día mayor de desoído, perdido en visiones lúbricas, tan desnudo como el primer día de mi condena (aunque me quede todavía cierta capacidad de ternura —esa pequeñísima luz indescifrable— y una voz entrañable pidiendo perdón a todo: "Piedad, porque nadie tiene la culpa de haber nacido"). Soledad de soledades. Soledad mía, muerte del amor, muerte de la muerte, porque nunca hay vida, nunca, ¡nunca!, sino sólo agonía
Yo sé que si es triste el olvido, más triste es aún todo recuerdo, y más triste aún toda esperanza. Por eso me duele el aire. Me oprimen tus manos absolutas, rojas de besos y relámpagos, de nubes y escorpiones.
Yo sé que todavía mi cadáver florece de deseo —sus secretos y nunca bien satisfechos deseos- y que podría olvidarme de la redondez de tus senos hechos a la medida de mis manos, del goce que nos dio esa especie de vals de las olas de la carne y el sonido de percusión con que al amor danzamos.
Podría olvidarme del morir en una burbuja a punto de no ser más que vacío, del morir en la distancia de tu cuerpo desnudo como un jirón de nácar inflexible al temible contacto con tu suave piel fresca. Podría olvidarme del morir por el fuego de una boca que busca la respuesta en otra boca cuando la sangre contra el corazón se estrella, del morir en tus muslos, beber —bebo de tu agua y es un agua amarga—, resbalar, caer, caer, siempre en ti, lento, hasta el fondo de ti, tiempo de mi muerte, mi muerte compartida.
Podría olvidarme, sí, de que mi cuerpo —quién de sus rosas amorosas te regaló las de más fiebre— no es apto para otros menesteres que frotarlo en el amor hasta la incandescencia, aunque tú no oigas, sin querer, mi grito de tigre rodando tu cariño, lamiendo tus rincones y descubriendo tu sexo golpeado en tantas noches. Podría olvidarlo todo, hasta que la nostalgia del ayer nos derrumbe, no la muerte, la fuerza de la vida presente en derredor de nuestra falsa vida.
Todo puede olvidarse, menos las pupilas de la despedida, su furia cayendo sobre los hombros de mis ojos, como si la batalla —asaltados por la obsesión de ser vencedor o vencido— solamente sirviera para insultarnos por vivir.
Pero no quiero ahora decir esto ni lo otro ni nada. Quiero abandonar este balbuceo infantil de quien quiere expresar lo inexpresable. No voy a repetir las antiguas palabras de desolación y la amargura, ni a derretir mi pecho en el plomo del llanto. Yo lo que quiero es quedarme callado, oír, oír, simplemente, oír como me bebes, como me tomas, como soy una sombra yaciendo. Pero también quiero oír, que no haya más que el silencio (la estrella más fúlgida de la noche), el brutal y tenebroso ruido de los mares oceánicos y planetas que chocan contra meteoritos. Quiero no oír porque sé adonde me llevarás y no quiero perderme, pero tal vez quiero perderme.
Yo sólo sé que estás desnuda frente a mí —viva como el amor, y como el cuerpo, concreta y necesaria— a pesar de que transidas de afán, sombras hambrientas se tiendan entre nosotros. Y me doy cuenta que yo no estoy existiendo, que otro existe en el lugar de mí pero dentro de mí. Debo huir. Huyo en círculos con mi frágil cuchillo de marinero muerto. El fatigado corazón se arrastra al punto. ¡Punto final, y abajo!
Pero vaya donde vaya siempre te encuentro, como pájaro mágico o enemigo que atrae para aniquilarme. Me hablas, me sostienes, me das el sentido de las cosas, me dices:
— Recuerda que soy tu amiga inolvidable, intransferible, tuya, como el sudor, la fuerza de tus ojos, tu palabra. Sufro, me bebo el vino que tú bebes. Me bebo el llanto que tú bebes. Recuerda que soy tan tuya como tú, tu carne, la podredumbre lenta de tus huesos.
Corro hacia ti: No es aquí el caso de trampear. La hora de la verdad puede ser esta misma (yo declaro solemnemente que esta hora en que escribo es también la hora de la verdad). Desbocado mi pecho se convierte en antorcha de soles y bramidos. Cierro las manos para retenerte, pero sólo me queda tu latido.


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