El viaje termina aquí, termina en esta playa: en los mezquinos cuidados que dividen el alma que no sabe ya gritar. En el suspiro del oleaje se cumple cada destino y quizás mañana, cuando vaya camino de la horca, atravesando el aire de vidrio árido, bajo el cielo cóncavo que bulle, veré, volviéndome, producirse el milagro: la nada a mis espaldas, el vacío de producirse el milagro: la nada a mis espaldas, el vacío detrás de mí, con un terror de borracho, ebrio por la voz que sale de las bocas del mar al abrirse como verdes campanas y volverse atrás desapareciendo, sintiendo que el latir de mi corazón es sólo un instante del océano y su ley: ser vasto y diverso a la par constante.
La orilla enfebrecida se turba y bulle contra la marea, como un musical derrumbe se despeña el sonido, se aleja. Lejos, resuena un grito. De golpe el tiempo se acelera, desaparece en remolinos rápidos y queda en el aire la espera de un proceloso evento. Mengua el resplandor del día y desciende sobre las cosas que sólo piden persistir de la fatiga infinita. Y allí estás, tras la ventana de mi celda, como cuando la ráfaga de viento pegó el vestido a tu cuerpo y te modeló rápida a su imagen. Recuerdos.
La felicidad lograda un día. Sí, por ti caminé sobre el filo de una espada: hasta que la sangre lo inundó todo. La ilusión quemó un fuego lleno de ceniza perdiéndose en la eternidad de una certeza: la luz. Pero anduvimos en un polvillo madre-perláceo que vibraba, en un deslumbramiento que enviscaba los ojos y nos debilitaba cada vez un poco más.
La ola repite su furia desordenada. Me recuerda que por ti yo me llenaba el alma, maravillado por el jadear del aire nunca inmóvil donde cintas de luz se extendían como aquilones al cielo retumbando.
Vinieron después días de lluvia. La lluvia que fatigaba la tierra, agolpando el tedio del invierno sobre las casas. La luz se volvió avara, amarga el alma. Quise entonces buscar el mar que carcomía el mundo, la minúscula torsión de una palanca que detuviera el mecanismo universal; y vi todos los sucesos del momento como prontos a desunirse de golpe. Un estupor detuvo al corazón que cedió a los errantes íncubos, mensajeros del viento. Y el silencio.
Quise encontrar, historiador de ávidos deseos y escalofríos, palabras en las que la vida y el arte se confundieron para gritar mi melancolía, pero no encontré más que usadas letras de diccionarios, palabras que como mujeres públicas se ofrecen a quien las solicita, alguna sílaba seca y torcida como una rama, no más que frases cansadas.
Amanece. Lo presiento por el albor de vieja plata en las paredes. Una luz sobre el umbral presagia como un agua. Mi vida es aún la tuya. Ruega por mí cuando descienda el camino que no es calle de ciudad en el aire perdido ante la multitud de los vivos; que yo te sienta a mi lado, que suba a la horca sin vileza.
El viaje termina aquí, el camino termina en estas playas que roe la marea con alterno movimiento. Tu corazón cercano no me oye, ha zarpado ya hacia lo eterno.
La orilla enfebrecida se turba y bulle contra la marea, como un musical derrumbe se despeña el sonido, se aleja. Lejos, resuena un grito. De golpe el tiempo se acelera, desaparece en remolinos rápidos y queda en el aire la espera de un proceloso evento. Mengua el resplandor del día y desciende sobre las cosas que sólo piden persistir de la fatiga infinita. Y allí estás, tras la ventana de mi celda, como cuando la ráfaga de viento pegó el vestido a tu cuerpo y te modeló rápida a su imagen. Recuerdos.
La felicidad lograda un día. Sí, por ti caminé sobre el filo de una espada: hasta que la sangre lo inundó todo. La ilusión quemó un fuego lleno de ceniza perdiéndose en la eternidad de una certeza: la luz. Pero anduvimos en un polvillo madre-perláceo que vibraba, en un deslumbramiento que enviscaba los ojos y nos debilitaba cada vez un poco más.
La ola repite su furia desordenada. Me recuerda que por ti yo me llenaba el alma, maravillado por el jadear del aire nunca inmóvil donde cintas de luz se extendían como aquilones al cielo retumbando.
Vinieron después días de lluvia. La lluvia que fatigaba la tierra, agolpando el tedio del invierno sobre las casas. La luz se volvió avara, amarga el alma. Quise entonces buscar el mar que carcomía el mundo, la minúscula torsión de una palanca que detuviera el mecanismo universal; y vi todos los sucesos del momento como prontos a desunirse de golpe. Un estupor detuvo al corazón que cedió a los errantes íncubos, mensajeros del viento. Y el silencio.
Quise encontrar, historiador de ávidos deseos y escalofríos, palabras en las que la vida y el arte se confundieron para gritar mi melancolía, pero no encontré más que usadas letras de diccionarios, palabras que como mujeres públicas se ofrecen a quien las solicita, alguna sílaba seca y torcida como una rama, no más que frases cansadas.
Amanece. Lo presiento por el albor de vieja plata en las paredes. Una luz sobre el umbral presagia como un agua. Mi vida es aún la tuya. Ruega por mí cuando descienda el camino que no es calle de ciudad en el aire perdido ante la multitud de los vivos; que yo te sienta a mi lado, que suba a la horca sin vileza.
El viaje termina aquí, el camino termina en estas playas que roe la marea con alterno movimiento. Tu corazón cercano no me oye, ha zarpado ya hacia lo eterno.