lunes, 29 de marzo de 2010


El viaje termina aquí, termina en esta playa: en los mezquinos cuidados que dividen el alma que no sabe ya gritar. En el suspiro del oleaje se cumple cada destino y quizás mañana, cuando vaya camino de la horca, atravesando el aire de vidrio árido, bajo el cielo cóncavo que bulle, veré, volviéndome, producirse el milagro: la nada a mis espaldas, el vacío de producirse el milagro: la nada a mis espaldas, el vacío detrás de mí, con un terror de borracho, ebrio por la voz que sale de las bocas del mar al abrirse como verdes campanas y volverse atrás desapareciendo, sintiendo que el latir de mi corazón es sólo un instante del océano y su ley: ser vasto y diverso a la par constante.

La orilla enfebrecida se turba y bulle contra la marea, como un musical derrumbe se despeña el sonido, se aleja. Lejos, resuena un grito. De golpe el tiempo se acelera, desaparece en remolinos rápidos y queda en el aire la espera de un proceloso evento. Mengua el resplandor del día y desciende sobre las cosas que sólo piden persistir de la fatiga infinita. Y allí estás, tras la ventana de mi celda, como cuando la ráfaga de viento pegó el vestido a tu cuerpo y te modeló rápida a su imagen. Recuerdos.

La felicidad lograda un día. Sí, por ti caminé sobre el filo de una espada: hasta que la sangre lo inundó todo. La ilusión quemó un fuego lleno de ceniza perdiéndose en la eternidad de una certeza: la luz. Pero anduvimos en un polvillo madre-perláceo que vibraba, en un deslumbramiento que enviscaba los ojos y nos debilitaba cada vez un poco más.

La ola repite su furia desordenada. Me recuerda que por ti yo me llenaba el alma, maravillado por el jadear del aire nunca inmóvil donde cintas de luz se extendían como aquilones al cielo retumbando.

Vinieron después días de lluvia. La lluvia que fatigaba la tierra, agolpando el tedio del invierno sobre las casas. La luz se volvió avara, amarga el alma. Quise entonces buscar el mar que carcomía el mundo, la minúscula torsión de una palanca que detuviera el mecanismo universal; y vi todos los sucesos del momento como prontos a desunirse de golpe. Un estupor detuvo al corazón que cedió a los errantes íncubos, mensajeros del viento. Y el silencio.

Quise encontrar, historiador de ávidos deseos y escalofríos, palabras en las que la vida y el arte se confundieron para gritar mi melancolía, pero no encontré más que usadas letras de diccionarios, palabras que como mujeres públicas se ofrecen a quien las solicita, alguna sílaba seca y torcida como una rama, no más que frases cansadas.

Amanece. Lo presiento por el albor de vieja plata en las paredes. Una luz sobre el umbral presagia como un agua. Mi vida es aún la tuya. Ruega por mí cuando descienda el camino que no es calle de ciudad en el aire perdido ante la multitud de los vivos; que yo te sienta a mi lado, que suba a la horca sin vileza.

El viaje termina aquí, el camino termina en estas playas que roe la marea con alterno movimiento. Tu corazón cercano no me oye, ha zarpado ya hacia lo eterno.

domingo, 28 de marzo de 2010

Manuscrito encontrado en la cárcel de Fontcalent (Alicante) [28]



Como si de vuelta del mar estuviera el marinero, el año recorrió sus fases: la lluvia y el sol, primavera y verano. El invierno les siguió, y una pálida estación gobierna la casa de la muerte.

La esperanza ya no existe. ¡Hace tanto tiempo que se esfumaron las ciudades encantadas!

Las mudas tierras duermen de este a oeste, se estiran y se vuelven mientras escucho salmodiar al viento vomitante del invierno, el mugriento sortilegio de la ciudad nocturna y la arrojadiza lluvia en esta enrejada celda que el orín consume. El pulso del mar asediante late bajo el todo luna y la bóveda ciega. Incluso hasta la estrella más intensa parece aniquilada.

Lucho con las sombras, con una palabra, por algo que no se ve con los ojos, con la mitad de una rota esperanza de que la verdad de algún modo sea verdad.

Por el azur invertido del firmamento se deslizaba la barca que nuestro amor llevaba, pero era un mar que no estaba en los mapas, un mar que envolvía y confinaba en una isla sin luces a los errantes. A mí, y a Ella que fue la Isla Hermosa (¿con qué podría compararla, que me atrajera como ella?, pues me atraía más, más, aún más que el mar): su bello nombre llegó a mi oído como suave música y ahora se me aparece en la oscuridad entre sonrisa y lágrima, humana y mágica, real y etérea ceñida por el azul que se refleja.

Mis latidos se hacen rápidos, densos, como cuando vesánico el lago se ennegrece y rozan fuertes ráfagas sus aguas. Está con mi vida demasiado entretejida, nervio a nervio entrelazada y yo combato por las horas y los instantes, desde la primatarde del tiempo, desde hace años para siempre jamás, cada uno rescatado como un reino conquistado donde merece reinarse.

Dicen que los que viajan lejos desaparecen, dicen que los que viajan lejos ya nunca vuelven. Era hora entonces de poner su mano en la mía y vaciar nuestras copas y antes de partir hacer brindis por la muerte, reina de todas las cosas en la turbonada y la tempestad, emperadora del oceano violento y vasto. Zarpamos, más cada uno en un barco diferente.

Cada uno avanzó, aunque cerca, separados, y cada uno vio al otro brillar como las estrellas lejos de su alcance. Con lágrimas nos acercamos, con llanto miramos el golfo, como dos grandes águilas que en el aire giran sobre una montaña, y a gritos conversan, en la distancia oídos a través de los árboles.

El amor, cuando llega, es en verdad omnipotente, no cuando se va. En otras tierras, tal vez en mejores cielos se enlazarán sus manos con mis ojos: la vida.

¿La vida? Sí, ese páramo inhóspito donde se ve al amor (gran corazón doliente, tuertas manos, silencio, desesperanza larga), donde se le ve llegar, donde se le ve marcharse.

Pongo aquí punto final contra mi amor. Esta es su tumba y también su epitafio. Aquí el camino se bifurca, y yo voy por mi lado, bien lejos del suyo.

Pero, ¡si con esto bastara!, si ver las cosas desnudas, el cuerpo hundido en el fango, sentir la tinta del lodazal y el pozo negro del barro, sentir venas de fuego y correr y penetrar y sudar. ¡Si con esto bastara!

Instante a instante, el cepo, estrechánse más ciñe mis pies y con toque nugatorio el tiempo de rudas manos muestra la telaraña ingrata.

¿Por qué ir de isla en isla navegante sin esperanza?

El corazón del marino es extraño. Espera, teme. Se aproxima y se distancia de la costa. Yo me acerqué vacilante, navegué en torno a su islote misteriso y oí desde la orilla voces que llamaban tierra adentro. Sin embargo, navegan los barcos ya esquifados nuevamente cada uno con su rumbo.

Golpea el viento violento en la ventana de la celda. Sí, escucho la señal, Señor... Entiendo. A una orden tuya la noche ha llegado. Comeré y dormiré, y ya no me haré más preguntas.