jueves, 17 de diciembre de 2009

Desencuentro [1]


Qué difícil andar dos al mismo paso, a veces uno avanza al tiempo que el otro se está quieto y si un día comienza a moverse compruebas que lo hace en una dirección sin coincidencia. La vida no es más que un enorme desencuentro:
los trapecistas en el aire fallan la unión de manos tras el salto;
el prisionero pide ayuda en un mensaje y la paloma mensajera cae abatida en la tormenta.
Y al amante a reventarle la cabeza, subiéndole el dolor caliente hasta los ojos.
Sí, le duele la distancia sin tenerla a ella en el abrazo, ella que llega por la imagen en cada escalofrío, equivocándole siempre, confundiendo la irrealidad con la presencia. Los relojes marcan entonces las horas sin sentido, para hacer que siempre tarde se llegue a cada cita. Pasa el amor por nuestro lado y en ese instante miramos a otra parte. De repente, tres leños quedaron calcinados en la chimenea, el lecho se entreabrió y avizoré, saliendo a medias de su arenal a una mujer bella y desnuda que arrojaba a la mar sus vestidos deshechos. Los resplandores son cuadrados rotos bajo el peso del calor color de sangre llevada hasta el confín de las vítreas auroras. Me quedo absorto, perdido en el océano del mal que aparece tras el fuego. Se quien es ella, creo reconocer al claro cuerpo, fragmento lunar que a todas las fuerzas radiales de los huesos une en un único punto abierto al vacío o a la plenitud de la blancura. Apareces otra vez, me digo, ahora que las antiguas misivas reposan en el fondo de las cómodas. Tal vez, roídas por las ratas, nuestras cadenas se deshagan en polvo, más nunca las de la pasión sórdida de la que somos reos. Lloro, mas bajo el caudal de las lágrimas, mis pupilas brillan como las corazas de los gladiadores que resplandecen en los anfiteatros y me quedo, sí, presto ya al inaudito espasmo del castigo, sentado ante estas imaginarias aguas oleaginosas, a fin de saborear la atroz espuma de un mar de tormentos.

El tiovivo sin música del mundo gira con su aureola de ojos infantiles y yo sueño contigo, mi ciudadela sin fosos ni puentes levadizos, vampiro que turba mis sueños, ya se hundan súbitos los días y los años, se precipiten las mareas. Jovencísimo, yo ya amaba la piratería -o más bien la cruel bufonada- de las luchas amorosas. Ahora, se entrelazan las cifras de mis años: el ocho de la suma se tumba y arribo al infinito, serpiente del sexo que a sí misma se devora. Ahora, digo, regreso y mis dedos y los cabos que cuelgan de mis ropas aparecen enmarañados de mujeres, pero sólo puedo silbar y vomitar de asco, porque no cogí nada, a pesar de creer en la locura del viento.

Me pregunto entonces, al verte: ¿beberé en su mojada axila la acre cerveza de mi muerte?, ¿hallaré entre sus muslos la gema que sus ojos me prometen? Te sigo con mis ojos por la playa, sobre esa playa a la que el muro inmóvil del mar transforma en patio de prisión. Viejo paquebote averiado, errante y cubierto de nieve en el punto más frío de los mares polares allí donde la aurora boreal cruje y se desintegra. Mi inhumana silueta te sigue, cuando al mar te arrojas para hacer el amor con los cascos de los navíos cuya quilla divide tus cabellos que flotan en el viento, brillando como joyas de aristas gastadas por la fatiga orgiástica. Se deshojan las coronas como adioses de marineros y cuando la lámina de las realidades materiales termine de usar su prodigiosa vaina de sueño se desplomará la mansión, abismándome yo, durmiente. Bruscamente se detendrá la tierra y me precipitaré a un hoyo profundo, repleto de huesos, un antiguo horno de cal erizado de estalagmitas: disolución vertiginosa.
Corro tras de ti, pero hay demasiadas piedras en estos caminos que conducen a la playa. Apuro otra copa del vino demasiado denso de tu sombra y un buitre sobre mi cabeza deja de planear. Corro tras de ti y me invaden insólitas serpientes de la cólera cuando veo que la última prenda rueda de tus manos y es recogida al punto por la ironía de las olas. Corro tras de ti y la marcha es cuchillada para romper el horizonte, el horizonte tan circular como un anillo, tras el diluvio de los días y las noches, años y meses, Arca del cuerpo, viaje en la superficie del desastre. Quedan atrás los disparos de mar al pie del faro y, cortando el aire con mi quilla, me pregunto: ¿te daré alcance, muchacha de vientre azul de frío coloreado como una aurora?, ¿se detendrán los rumores del corazón cuando hables, tú que conoces mi medida como la playa conoce sus granos de arena, como el mar mide en la grupa de sus golfos el arco iris de las medusas y la resaca de los muertos violentos? Te veo a lo lejos. Del palo mayor de tus carnes vivientes pende una vela perfectamente blanca y cuando uno, dos, tres relámpagos ensucian la noche se recorta sobre el mar el negro cuchillo de su reflejo triangular. Hierve el mar, y quizás, los peces, por amor al desastre determinen adoptar el fuego abandonando el agua. El mundo no es sino un corcel que por miedo a lo oscuro ha tascado el freno con los dientes. Y aunque la noche me deja ver la suavidad de sus arcanos, prefiero a sus astros crepitantes en el pentagrama de tu cuerpo.

El marchito continente se disuelve en el mar, las ciudades sobreponen a su polvorienta forma la de los arrecifes chirriando como puentes levadizos. Voy tras de ti, cuando mi vida se extiende de izquierda a derecha de la nada, se extiende semejante al metro que mide los féretros. Voy tras de ti, como la parodia de un vivo, bajo los astros ennegrecidos, grávidos por el pus de una herida ardentísima. Voy tras de ti. Te alcanzo. Te alcanzo y extiendes los brazos paralelamente a las puras líneas de tu cuerpo. Y de pronto, se entreabre, revelando su mar interior, su oculta espuma. Seguramente más de una ola se enamoró de ese cuerpo. También yo. Las nubes copian al mar. En torno a Él, el aire, el cielo que respiramos mientras lo envenenamos. Cinco sentidos. Cinco tentáculos. Te abrazo. El pulpo llena sus brazos de sangre: amo la pesada presea de tus entrañas que la luz no penetra. Pienso que hundiéndose, dos bocas -descoloridas, se diría que lavadas en repletos cubos de pasión- quizás restañaran su desgarrón y en la feliz caleta, el alga de tus labios pintados por el viento me obligue a bajar a lo hondo.

Me siento lentamente descender, descender, no como un hombre que baja la escalera, sino como un soberano cuya estrella declina. Tu garganta es un sol rojo de la noche que devora los cielos quemados, a esa hora en que la constelación de los cuerpos es despedazada entre vibraciones de flechas, danzas obscenas y cantos, cuando los cuerpos, el tuyo y el mío, no son sino tiendas abiertas al tráfico de pájaros, torres de sísmicos temblores y sus leopardos de gozos. Nos perdemos entonces en el laberinto del amor -hecho como un rosario musitado durante la tempestad- sin más hilo de Ariadna que el dédalo de los cuerpos, onda íntima propagada por cada gesto y cada palabra, coito en pleno cielo iluminado de ardor, cuando las manos son nidos llenos de cáscaras rotas. La hélice de un canto asciende recta en el aire cuando s mezclan las voces surgidas del pozo de gargantas donde la niebla se agrupa, gargantas de ideas innombradas en el fondo del espíritu, donde se ovillan las frases, frases que no tocan nunca sino aires infernales, gargantas heridas por los remolinos de un lenguaje excesivamente amargo como son todas las lenguas que pretenden decir alguna cosa. Y en lugar de lenguas, cuchillos manchados en sórdidas peleas. La unión de los cuerpos separados por el espejo de las palabras. Entonces, te digo: Amor, ¿porqué las olas doradas nos hacen crecer, si luego rechazan -sobre la arena acre y cargada de algas de la vida- la piel, el sudor, los vientres, las pupilas, tembloroso rebaño de hadas sumergidas?: ¿tú crees que esta noche en la que nos hundimos, parecidos a inmensas lágrimas inconexas, será alguna vez lo bastante densa para amortiguar esta caída negra? La hélice del canto asciende recta, pero el Universo no es más que un órgano de enronquecidos tubos de acero, sórdidos canales trenzados, torcidos que se ablandan, en esta monstruosa iglesia batida por los palustres de la locura: la aspereza de los cuerpos despojados, enfrentados y en pie, como acantilados. El tiempo ha pasado. Se reúnen los cielos en una sola nube con estertor agonizante, y bajo la lluvia, los cuerpos se separan, uno, yo, hacia la playa, el otro, tú, mar adentro.

Así, gran figura altanera, no tardas en hundirte en las aguas. Ni siquiera tus bucles evitan el naufragio. Te sumerges toda y ni las algas voladoras que trazan algebraicos signos sobre el frontón de las olas, guardan el exquisito aroma de tu cuerpo, vapor de ebriedad soterrada que pudiera alcanzar el olfato del mundo, ceñir sus aéreos tiempos, incluso depravarlo. Tan sólo los vestidos rumbo a otros sueños se van. Desperté. Desperté solo -sin ruta ni equipaje- en las agrias sábanas de mi noche, madrastras sin entrañas. El fuego se había apagado. Ni el tiempo, ni el amor, ni la edad, ni el paisaje, pueden borrar tu huella grabada con la mía. Porque el deseo es oro y el amor orfebre. Así, cuando un abrazo ciñe y confunde la fiebre, los dos cuerpos, nuestros cuerpos, cantan una sola verdad.
Y yo, sin poder alcanzarte, ahora me acuso, al sentir que la inmensa vida bulle y fermenta en silencio, aunque detrás del amor -dulce provocador de naufragios, sombrío dios sin devotos-, descubierto frente a tu espejo tibio, sólo quede el abrir los brazos a objeto pasajero, un voluptuoso homenaje, la tierna ilusión de un cuerpo transparente, la nada que resulta de los espasmos, donde esos raros "Nosotros" llamados nuestros sueños, nos llevan, riendo, a nuestro infierno callado. Pero no, quizás lo cierto es que todo pasa y sin embargo dura. Las briznas de las hierbas nacen del grano de las rocas. Por eso, pase lo que pase ya estamos juntos, aunque cansados de esperar los que en vida esperan mueran sin saber que quien esperaban había ya llegado: la muerte no escucha la vida desterrada; nos junta solamente y no nos puede unir. No estás, y viudo de mi alma de temores, de quebrantos, de fiebres, mi cuerpo que reclama el furor del deseo, el caballo galopando en el reino de la carne montado sin cesar por jinetes fantasmas que mascan babeando la sal del placer caliente,, sufre la ausencia y el espacio duro. Y me doy cuenta de que la pena es un muro oscuro que encendió tu antorcha, tu luz y resplandor arcano, indicándome el dulce sendero de vivir juntos en una sola sombra ("Yo me entrego, oh Tiniebla, esposa universal, a los mil labios de oro de tu beso sombrío") desplegando sobre el mundo nuestros ojos de diamante, hastiados de la impostura y de la idolatría, escuchando a los que rezan o se burlan en voz baja de los tontos adoradores.

No estás. Vacío, pozo absoluto, presencia del espacio, limosna de una paz sin sosiego. No estás. Pero tu presencia se desata por dentro de mi cuerpo como el canto de un violonchelo que se evade y extiende por el aire, y derramándose, la misma nota vibra en distintos sonidos. -No se puede cortar del perfume la flor ni el alma de los cuerpos eternamente unidos. No estás. Siento girar la tierra y el cielo de astros ligeros que mueren antes de abrir el día, astros como yo, yendo y cayendo. La noche a lo largo del día se refleja y mi corazón cansado es ahora un Rey sin razón, ante la inmensa y única verdad de este momento.

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