jueves, 17 de diciembre de 2009

Desencuentro [2]


"Y todo coincide en silenciarnos, mitad por una vergüenza, quizás,

mitad por una esperanza inexpresable”

(R.M.Rilke)

Dura batalla la del corazón, tener que vivir y sentir al mismo tiempo, alegrarse y soportar el dolor de la derrota. Dura batalla la del corazón, cuando te piensa y te mira de cerca, cuando siente la alegría y la derrota en la difícil tarea de hablarte o conocerte o mirarte solamente, sintiéndolo todo por instantes que se quedan en Él anclados latido tras latido. Dura batalla la del corazón que tiene que decirlo todo sin palabras, con el gesto único del nudo en la garganta, sin saber si acercarse o quedarse a la distancia justa en que los labios y las manos no alcanzan al blanco huidizo de la piel. Dura batalla la del corazón, llevando siempre un te quiero y un te odio en las alforjas, dispuesto a ofrecerlo adornado de perlas, perlas de labios en sonrisas o lágrimas redondas.

Corazón: Como las olas llegan a mí las sensaciones vividas juntos, esas que sólo ella y yo conocemos de verdad llegan, fluidas, sin descanso, sin reposo, iguales pero siempre diferentes. Y yo siento -la sombra funde su silueta- el placer, la tortura de pensar en ella y buscar la razón más escondida de todo esto. Las razones, Dios, ellas son las que acaban por matarnos. Esas sensaciones son el farol que silba en la alta noche, y el amanecer que llega por el roce de las pieles; esas sensaciones nos llevan entre abismos que estremecen, donde estallan mil flores coloradas, color de sangre oscura, allá abajo donde los caballeros se matan con moros decadentes y los poetas viven sus romances con princesas y esclavas; esas sensaciones son este intenso rumor que dentro clama, este morir sin ella, este tibio dolor, tan dulce y fuerte... ¿cómo llamar a todo esto? Descubrimos lo que nadie sabía -¿y la razón de todo?- pero nadie nos dijo cómo cazar al vuelo el pájaro que pasa como el rayo, cómo atrapar lo inaprensible, lo que vibra un segundo y luego muere, justamente, lo que no debe morir hasta que estalle el Universo: la locura y el fundamental feroz deseo de encontrar la manera de salvarla. Ahora, quisiera que ella -a quien la juventud le atrae tanto que es capaz de admitir el sacrificio de no llegar a la vejez- fuera el ángel bueno, que me siguiera al Más Allá para evitar que le suelte cuatro frescas a Dios y termine al fin de condenarme. Y lo pienso cuando estoy lejos, cuando sé lo imposible de encontrarte al doblar una esquina, ni oír su voz, su rosa, ni recibir el aire perfumado de su pelo; cuando se que necesito hundirme en su cuerpo propicio, para gustar a fondo la esencia de su vida, escuchando en sus venas el río desbocado de la sangre caliente que por ellas camina; cuando siento un peso que cuelga de mi brazo... me vuelvo, miro el brazo... es el peso de su ausencia. Solo. Pienso que no puedo pensar nada, no recordar nada, no ver ningún rostro cuando cierro los ojos, ni murmurar un nombre cuando cierro la boca. Por eso, resiste, tremendo corazón, resiste, Resiste un poco. No te dejes caer desesperado y que te arrastre el río de mi llanto. Ya se que las lágrimas despejan, aunque te dejen sorda la cabeza y un dolor en las sienes insoportable. Resiste, corazón. La evocaremos cuando nadie nos vea agonizar.

Cae pesada la tarde con el sudor pegado a la camisa y la garganta seca de palabras agotadas y piernas que se niegan a dar pasos inútiles y aburridas venas de bombear sangre monótona. Cae pesada la tarde y ni siquiera el cansancio por el rápido paso inacabable de las horas llenas, y tan vacías, impide que me quede absorto en la muda tarea de dibujar los rastros de tu rostro triste y tan hermoso, tan cerca a veces y lejano. Y ahora, acabada la tarea de esculpirlo, milímetro a milímetro, con cálidos rayos invisibles, está ahí, en el lugar indeleble que ocupan los que amables me acompañan en el triste camino desandado hacia adelante.
Siento estos días entre la Navidad y Año Nuevo con una opresión de la que ya no se puede huir: cargados de la miseria de los días pasados, y sin esperanza de lo que ofrecen los siguientes. Sólo hay un pensamiento que me consuela: todo lo sufrido no se puede volver a sufrir, sobre todo ahora que tú y yo no tenemos nada que decirnos, esquivados definitivamente hacia donde las horas se callan para siempre, llenas de polvo y olvido. ¿Qué nos queda de este largo padecer que es el vivir? ¿Qué hay que yo pueda desear?. Soy un hombre sin palabra, sin suspiro, que mira fijamente hacia la perspectiva desesperada de sus días de más tarde. A mí, la vida me dejó silencioso y pensativo, para siempre detenido en evasiones soñadas. Voy al paso lento de los días iguales -senderos caminados en la mordedura del polvo-, junto a ellos, cuya vida entreteje la mía, y no hay nadie que incline su corazón para preguntar lo que en mí arde y aspira a la libertad. No hay nadie cuya afinidad pueda alcanzar mi sueño. Voy rechazado y abandonado. Maduro en soledad para fines oscuros, pero esto no sucede nunca sin amargura. Pero yo sabía esto: a muy pocos les es concedido vivir según su más hermosa voluntad, porque hay pocos a quienes no tienten las apariencias: la mayoría jamás acierta la beatitud. Así, uno empieza por aceptar la vida, y por fin acepta la muerte. Un deseo ardiente queda atrás de todos los gestos, porque el corazón prefiere ignorar su derrota. Delante de la ventana estoy, mientras la tierra oscurecida se decolora. Miro a lo lejos el sol de la tarde que se apaga y se pone. La oscuridad que sube del regazo terrestre -y es sueño al que tambiÉn pertenecen estas palabras: la vida amada y la muerte dulce. De muy lejos, en donde aún hay luz, sube una música rota, que disminuye y aumenta. Llega la oscuridad, pero no me encontrará como un extraño: ella sí me llevará al horizonte que siempre se aleja, para escuchar al sabio que interpreta sus noches con las palabras profundas de un nuevo sueño. (Vivir es un milagro cotidiano y cada despertar una resurrección). Perdón, no me escuches, no me escuches, tranquila, así mi alma muerta no podrá comprobar que triunfa por fin tu falsa sabiduría. Yo sólo tiemblo ante la caída de las hojas, aunque el elevado espíritu de los arpistas me empuja hacia adelante, a pesar de todo, y al acostarme, cansado de dolor y de vida, soy un hombre que desea sueño, cuando le duele la tierra. Los días encantados se han hundido; el trampolín de la esperanza se carcomió y se rompió. Sólo mis ojos viven y sus pasos van siempre en tristeza de carencia. ¿Qué le queda al desvalido entre más tarde, ahora y el pasado? Aceptar lo inaceptable, y guardar silencio. Debes saber entonces, que vencido, pero luchador valiente, que siempre mi corazón guardará el recuerdo: mi amor por ti aún es como por un ser que vive; mi nostalgia, como si ya estuvieras muerta. ¿No es todo ir perdiendo en esta vida? Se me escapa tu imagen lejana, aunque veo, alertado y lúcido, cerca de otra mujer, que un recuerdo corre delante de mi rostro. Vuelve tu imagen a través de la bruma como juega un sueño a través de otro sueño. Penetras otra vez, en mi corazón como un dolor. No me quejo: algún día seré bienaventurado. Mientras sigo viviendo y mi tristeza no debería ser desesperanza. Te fui perdiendo, a pesar de mi plegaria, porque tú y yo buscábamos una belleza distinta. Un ansia salvaje te empuja hacia un mundo donde la vida es como un corazón convulso, en donde el que está quemado por la fiebre huye de su pasado, pero se enreda en las trampas del presente. Sin embargo, no te quejarás de tu elección: no podías hacer otra cosa, porque a ti te mandaban tus sueños. En cambio yo, tengo aversión a esa mediocridad de alegría y pena: tan idénticas a ellas mismas, que las odio como infamias y bajezas cotidianas. Y, ¡resulta curioso!, sólo encuentro consuelo en medio de la apariencia y el rumor de las calles llenas de gente: esos días, a pesar de todo, no son vanos. Tal vez, tras todo este errar, tras este vagabundeo en que todo lo deseo tanto sin gozarlo; tras todo este tiempo en que el corazón, triste pero cada vez más acostumbrado, lleva sus penas secretas -¿cómo el corazón desengañado conservará la juventud y el éxtasis?-, tal vez, digo, alguna noche citados de repente por inquietud o luz, quizá, de estrellas, nos veamos, y como un adolescente de ojos claros, contemplemos el cielo inenarrable, aunque no se pueda forzar al alma a creer que un solo instante pueda apagar aquello para lo cual una vida no basta. ¿Cómo forzarle a olvidar cada despedida, cada despedida que es siempre la última despedida precursora, como cada lecho es el último lecho? Sí, nos despedimos -y esto pesa como un plomo-, nos saludamos, nos volvimos y, abandonados, doblamos la esquina, y ya era la muerte.

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