lunes, 30 de noviembre de 2009

Mis dos manos no mienten [1]


Me estalla la cabeza. Me pesa tener que mirar con lívidas ojeras. Mi mente se empeña en pensar cuando ni siquiera puede unir una idea a un pensamiento y todo es un torbellino que conduce al abismo oscuro de lo sinsentido.

Fuera, la lluvia golpea gota a gota los cristales con la infinita perseverancia de los ya tan repetidos sentimientos que van calando al cuerpo: las cotidianas agresiones, la culpa y la vergüenza, el amor y la violencia. El llanto que lágrima tras lágrima insiste en decirle al corazón: sigue luchando contra la muerte que se anuncia redentora.

Sólo tengo ganas de llegar y dormirme tranquilo entre los brazos tibios de la razón para volver luego a despertar en otro tiempo, en el lugar de los vivos.


(El tren va llegando a su destino, me lleva a casa, atraviesa un túnel y entonces, al salir al aire libre, atrás queda la lluvia y entre las nubes sale el sol).

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