
Pero la frente al frío cristal y te busco. Estás en mí. Te busco. Me invade la melancolía, cruzando los brazos, fijando la mirada no se dónde, quizá clavando los ojos en el suelo, y me doy cuenta de que la lengua está trabada, sin saber cómo decir lo que ahora siento.
Me contento con besar al aire que hace poco te envolvía sin importarme el zumbido humano. Te busco. Allí estás, bajo el oculto cielo que un día te cubrirá de estrellas. Y yo, tejiendo sólo redes para apresar al viento.
Quisiera hablarte. La voz se funde y corre en laberintos, quebrando las cadenas que aprisiona el alma oculta de las armonías. Te digo -cuando el amor en mi pecho, como abeja, viene a libar dulzura- qué remotos están los corazones, pero juntos; que se ve la distancia, más no hay espacio. Entonces escucho en mi voz que dice: “De tal modo se amaron que una sola esencia los unía, enamorados; dos eran pero nunca divididos: allí el amor el número anulaba”.
Me alegro de escucharlo porque pienso que cuando uno al otro se dan vida no pueden separarse. Idénticos morimos y resurgimos, siendo, al fin, por este amor, como un misterio.
Te busco. Te sigo. Porque siguiéndote aprenderé a escuchar canciones de sirenas o evitar que nos hieran las envidias, descubriré qué viento es el que hace prosperar a un corazón honesto. “Si sabes ver las cosas singulares -dijo la voz interior- alcanzarás lo invisible, aunque debas cabalgar diez mil días, hasta que la vejez de nieve a los cabellos”.
Estás ahí, hermosa. Por tu Dios, guarda silencio y deja que te quiera, escribiendo sobre el infierno y cantándole al cielo con la esperanza de poseerlo, al fin, un día.
Se que el pájaro cruel está siempre en guardia, al acecho, para llevarse en un descuido al sueño que tengo en mis brazos; un sueño al que jamás ha de igualarse ningún otro aunque miren los ojos muy despiertos. Te busco. Te sigo, fuerte, alumbrándome con la luz de la mente, cual agua derramada, con la sed del amor, más honda todavía; por los vasos colmados del ardiente deseo; por el último sorbo matinal de tu llama.
Siéntate entonces tranquila en mi rodilla, deja que mi pecho sea tu morada, asómate a mis ojos, que me gustas. No te alejes. Una copa de vino nos espera. Brinda por mí tan sólo con tus ojos y te contestaré con mi mirada; o tal vez, en la copa pon un beso y no verás que en ella busque el vino, porque la sed que nace del alma para calmarse necesita otra bebida, pero incluso si el néctar de los dioses fuera el que me dieran, no quisiera cambiarlo por el tuyo.
Te busco. En tus ojos me miro. Vivamos. Vivamos los dos a los años sumando -aunque el amor no tiene estaciones ni climas ni horas días ni meses, que andrajos son del tiempo- hasta escribir sesenta veces siete, en nuestro reino. Este reino que nace cuando todo lo demás se va a la ruina, ese reino donde sólo nuestro amor no desfallece, sin ayer ni mañana, corriendo, mas nunca huyendo de nosotros. Ese reino en el que cuando suspiras no suspiras aire, sino mi alma misma, allí donde no existen otros dones salvo nosotros mismos, allí donde uno es cera y el otro llama ardiente, donde todo es más que abrazo.
Sí, eres lo mejor que hay en mí mismo. Y cuando amanezca, te diré buenos días, corazón despierto. Que los descubridores visiten nuevos mundos, pero tú y yo, deseemos un solo mundo: lo tenemos, lo somos. En este universo tú eres todos los estados del mundo y yo todos los príncipes.
Ahora, al terminar, me acostaré y no tardará en dormirme el viento murmurante.
¿Y si fuera esta la postrera noche del mundo?
Me dormiré con tu recuerdo, sabiendo que serás mi compañera en este viaje a la eternidad.
Me contento con besar al aire que hace poco te envolvía sin importarme el zumbido humano. Te busco. Allí estás, bajo el oculto cielo que un día te cubrirá de estrellas. Y yo, tejiendo sólo redes para apresar al viento.
Quisiera hablarte. La voz se funde y corre en laberintos, quebrando las cadenas que aprisiona el alma oculta de las armonías. Te digo -cuando el amor en mi pecho, como abeja, viene a libar dulzura- qué remotos están los corazones, pero juntos; que se ve la distancia, más no hay espacio. Entonces escucho en mi voz que dice: “De tal modo se amaron que una sola esencia los unía, enamorados; dos eran pero nunca divididos: allí el amor el número anulaba”.
Me alegro de escucharlo porque pienso que cuando uno al otro se dan vida no pueden separarse. Idénticos morimos y resurgimos, siendo, al fin, por este amor, como un misterio.
Te busco. Te sigo. Porque siguiéndote aprenderé a escuchar canciones de sirenas o evitar que nos hieran las envidias, descubriré qué viento es el que hace prosperar a un corazón honesto. “Si sabes ver las cosas singulares -dijo la voz interior- alcanzarás lo invisible, aunque debas cabalgar diez mil días, hasta que la vejez de nieve a los cabellos”.
Estás ahí, hermosa. Por tu Dios, guarda silencio y deja que te quiera, escribiendo sobre el infierno y cantándole al cielo con la esperanza de poseerlo, al fin, un día.
Se que el pájaro cruel está siempre en guardia, al acecho, para llevarse en un descuido al sueño que tengo en mis brazos; un sueño al que jamás ha de igualarse ningún otro aunque miren los ojos muy despiertos. Te busco. Te sigo, fuerte, alumbrándome con la luz de la mente, cual agua derramada, con la sed del amor, más honda todavía; por los vasos colmados del ardiente deseo; por el último sorbo matinal de tu llama.
Siéntate entonces tranquila en mi rodilla, deja que mi pecho sea tu morada, asómate a mis ojos, que me gustas. No te alejes. Una copa de vino nos espera. Brinda por mí tan sólo con tus ojos y te contestaré con mi mirada; o tal vez, en la copa pon un beso y no verás que en ella busque el vino, porque la sed que nace del alma para calmarse necesita otra bebida, pero incluso si el néctar de los dioses fuera el que me dieran, no quisiera cambiarlo por el tuyo.
Te busco. En tus ojos me miro. Vivamos. Vivamos los dos a los años sumando -aunque el amor no tiene estaciones ni climas ni horas días ni meses, que andrajos son del tiempo- hasta escribir sesenta veces siete, en nuestro reino. Este reino que nace cuando todo lo demás se va a la ruina, ese reino donde sólo nuestro amor no desfallece, sin ayer ni mañana, corriendo, mas nunca huyendo de nosotros. Ese reino en el que cuando suspiras no suspiras aire, sino mi alma misma, allí donde no existen otros dones salvo nosotros mismos, allí donde uno es cera y el otro llama ardiente, donde todo es más que abrazo.
Sí, eres lo mejor que hay en mí mismo. Y cuando amanezca, te diré buenos días, corazón despierto. Que los descubridores visiten nuevos mundos, pero tú y yo, deseemos un solo mundo: lo tenemos, lo somos. En este universo tú eres todos los estados del mundo y yo todos los príncipes.
Ahora, al terminar, me acostaré y no tardará en dormirme el viento murmurante.
¿Y si fuera esta la postrera noche del mundo?
Me dormiré con tu recuerdo, sabiendo que serás mi compañera en este viaje a la eternidad.


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