
¡Voy a morir! ¡La prisión vuela y tiembla! y esto no es más que el canto de un ahorcado, tieso como una estaca.
Divinidad terrible, invisible y malvada, no seas inclemente, concédeme otro abrazo, acércate a los ojos que mañana habrán muerto. Surge de tus estanques, de tus marismas, de tu fango donde lanzas burbujas. Abre la puerta, aproxima tus manos y llévame de aquí rumbo a nuestra historia, ahora que la prisión duerme entre fúnebres cantos —ese rumor mayor que los caballos— y hay algo de la noche que todavía queda en un rincón podrido.
Mi bella degollada, tu alma está de vuelta de los confines míos, caminas bajo el agua llevada a cada paso por tu espeso perfume, vas sobre una ola rizada que luego se deforma y al fin atraviesas, lenta, un laberinto de arcos.
Grito. Te llamo. Mi voz choca en palabras y del choque emerges, tú, en este tiempo en que la vida de mí se escapa enlazada con la muerte y su lento y grave vals danzamos al revés.
¡Si me pudieras ver!, acodado en la mesa, los dedos enlunados, el rostro destrozado, mis ojos dementes y un clamor devorador que desgarra hasta los huesos. Si me pudieses ver, sabrías bien cómo me abruma esta aventura espantosa —indescifrable para quien no pelea en la noche— de osar descubrir oro oculto bajo tanta carroña.
Corre por tu mentón una sangre ya negra que mana de tu boca abierta y de ella se alza aún tu blanco fantasma. ¿Eres el demonio que llora detrás de mi máscara? Tus dedos se deshojan en pétalos perdidos. Adiós, adiós mi jardín cavado por el cielo, cielo que para atraparte montó trampas sublimes, inéditas y fieras de acuerdo con Marte.
Con zancadas inmensas e inmóvil devoro millas misteriosas. Por tus bosques despierta un navío mal anclado en el firmamento, me ondulo bajo el mar y por encima de tu ola, marcho con suavidad por caminos de brasa viviendo un momento pastoso, sabiéndome atrapado por este mundo huidizo, en una eternidad más sólida y más dura que la del viejo Egipto y apenas más sórdida.
Quiero robar, robar tu cielo salpicado de sangre, lograr una obra maestra con muertos cosechaos por doquier, con los asombrados muertos.
Y así te alcanzo. Te alcanzo como se entra en el agua, las palmas por delante, cegado, mis sollozos contenidos llenando el aire de tu presencia en mí, densa y para siempre.
Esta apoteosis es el claro cadalso donde brotan rosas: bello efecto de muerte. Pero hay aquí demasiado espacio todavía; esta no es mi tumba, es muy vasta mi celda y pura mi ventana.
Mi verdadera prisión es tu inestable sombra.
Sin fuerzas, entre el deseo, sólo queda el silencio de las aves de fuego que despegan de mi árbol. Tú te alejas, te alejas de mí, hundido en mi yacija, solitario cual príncipe. Únicamente estas palabras me echan un cabo y me pierdo a través de una zarza de gritos: ¡Quémame, mátame, alma que yo maté!
Bella Muerte, me abandono en tus brazos. Dame la paz, el largo sueño y tu canto de querubes.
(Sé que debo tornar la situación lo más oscura posible -y tensa hasta estallar-a fin de que el drama sea inevitable, a fin de que podamos anotarlo en la cuenta de la fatalidad)


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