lunes, 25 de enero de 2010

Manuscrito encontrado en la cárcel de Fontcalent (Alicante) [3]



A tientas busco el laberinto de las horas, el infierno de aquel día en que te perdí. Balbuceo en voz baja los minutos engañados y el día se va como caía tu vestido a los pies. No queda en torno nuestro sino una bruma de la mirada que no acaba de acabarse, que son, sin embargo, las palabras postreras, en ese instante sin respuesta en que nadie puede sino gritar la nada.

Dicen que en la hora de la muerte la memoria pasa revista a la vida, más por piedad, apartad de mí esa prueba, ¡qué le he hecho yo al cielo para tener que recordarlo!

Nada aprendí de todo lo que he visto. Lo he visto en vano, lo he bebido como un vino demasiado rancio, sin gusto ni color, un vino vacío, excepto esa cosa de nosotros los vivos, esa cosa que es de nosotros dos, ese cielo demencial que no tiene palabras para ser y que es en vano. Mi amor de nada sirve para acecharlo allá donde la sombra huye, de nada tratar de abrir las cerraduras en clave, de nada golpear con mis puños nuestros aldabones aherrojados, de nada llamarlo hermoso amor mío, gritar hacia él. Me pierdo entre nosotros.

Cuanto más viejo más desnudo, más aquello que digo con pesar me abandona a la manera de alguien que quiéralo o no confiesa un secreto que secreto sigue siendo, un secreto ante la muerte: hela aquí.

Frente a frente no habrá más que nosotros, la noche sin edad. Y esa maravillosa calma que va a llegar comienza como una enorme risa desde el lugar donde yo estaba: cuándo pues en qué siglo, qué año, idéntico en todo a un reloj inmóvil del que es posible decir la hora y el minuto, más que siglo, qué estación, ¿acaso es posible saberlo?

Ah, qué hemos, ¡qué he hecho de nosotros!, la palabra nosotros en mi boca, y esta desvastación de cara comida por los pájaros crueles.

Vuelve de ninguna parte: donde sea te espero; aunque sé que me marcharé no guardando añoranza más profunda que la de no haber sabido decir lo peor —no hay vino más ebrio que el secreto— y este clamor sobre mí de planos verticales que perforan los techos sonoros y las líneas de la escritura retorciéndose en su lecho de sílabas en las que te reconozco boca arriba como si hubieras rechazado los viejos ropajes de la lengua y me hubieras sido devuelta más allá de los fantasmas, de repente desnuda, la sábana retirada lentamente de la memoria, sobre ti, sola, gran, hermoso desorden de mi vida.

Entonces, un brazo en torno a tí, otro sobre mis ojos. Uno te impide huir, otro retiene mis sueños. Pero no sé que es peor, si vivir o soñar, ese castigo que se lanza sobre mí cuando me duermo.

Vive en mí el tumulto sordo del asesino, porque nunca más me acontecerá hacer así el amor con aquella a quien a todo lo largo de mi vida amé a semejanza del asesinato, hasta el asesinato.

Quisiera escribir esta historia en las paredes de la celda, dejar de guardar el silencio. Luego, los transeúntes verán arder vanamente las enseñas, nada comprenderán de esta urgencia, de todo esto que jamás se incluirá en los libros. Agacharán la cabeza y los caracteres permanecerán como una cita fallida de dos desesperados de un naufragio, siempre agitando pañuelos o haciendo un altavoz de una botella desfondada.

La muerte: hela aquí. Estoy ya mudo y las palabras en mí mueren.

— Es exacto —dice la voz sin rostro.


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